Las biografías del santo guipuzcoano mencionan su actitud vital de peregrino y por supuesto la peregrinación que hizo a Tierra Santa en 1523. Pero pocas se detienen a comprender que vivió obsesionado por Jerusalén sus primeros quince años de vida en Cristo: desde su conversión hasta la fundación de la Compañía de Jesús, por mandato divino, en Roma. Él mismo se llamaba a sí mismo “el peregrino”.
La vida de San Ignacio de Loyola es tan rica en andanzas, avatares, dificultades y pruebas, como de determinación de cumplir la voluntad de Dios, que su amor por Tierra Santa y su firme deseo de servir a su Señor en su propia tierra puede quedar eclipsado por todas las correrías y viajes y lugares por los que pasó como por las tantas cosas que le sucedieron. Consiguió llegar, vivir los santos lugares de la Redención, pero le echaron por su conducta temeraria. Sí, tuvo que marcharse de allí, con el inmenso deseo de volver más tarde para siempre con compañeros. Pero Dios tenía otros planes distintos para él.
Comienzo del camino
En la Casa-Torre de Loyola, durante su convalecencia tras haber sido herido en la defensa del castillo de Pamplona, leería la popular Vita Christi del Cartujano, Ludolfo de Sajonia, monje del siglo XV, impresa por Cisneros en Alcalá, que recreaba los lugares de la vida terrena de Jesús.
El propio Iñigo en su Autobiografía habla “del consuelo que sentía con tan solo pensar en ir descalzo a Jerusalén”, a modo de penitencia para líneas más adelante insistir: “todo lo que deseaba de hacer, luego como sanase, era la ida a Jerusalén, con tantas disciplinas y tantas abstinencias, cuantas un ánimo generoso, encendido de Dios, suele desear hacer”.
En la primavera de 1522 empieza su peregrinación desde Loyola: Aránzazu, Zaragoza, Montserrat, la cueva de Manresa…
En febrero de 1523 abandona Manresa después de once meses, ya curado de su enfermedad como un hombre nuevo para dirigirse al puerto de Barcelona. Llevaba ya consigo los Ejercicios Espirituales.
Decidido a cumplir su propósito original determinó, como dice Polanco, “de ir a Jerusalén por devoción de visitar aquellos santos lugares y con ánimo, si Dios fuese servido, de quedarse en aquella tierra para más ayudarse a sí mismo y también a los infieles, predicándoles la fe y la doctrina cristiana”.
Dirección Roma y Venecia
No encontró ninguna persona afín en los veinte días que se hospedó en casa de su amiga Inés Pascual en Barcelona. El 20 de marzo de 1523 se embarcó de balde rumbo a Italia llegando en cinco días al Golfo de Gaeta (Reino aragonés de Nápoles) para seguir camino a Roma. Iba sin dinero, con un poco de bizcocho exigido por el capitán del barco. Se le juntaron un joven y una madre y su hija, disfrazada de muchacho por seguridad, a las que defendió cuando unos soldados quisieron forzarlas, que también mendigaban. En una Italia asolada por la peste no les querían abrir las puertas de las ciudades y no podían conseguir limosnas por fuera. Y no pudo más, desfallecido tuvo que quedarse en Fondi mientras el resto del grupito continuaba camino a la Ciudad Eterna.
Llegó por fin por primera vez a Roma (cincuenta mil habitantes tras la peste) el Domingo de Ramos, 29 de marzo de 1523, para vivir las celebraciones del misterio de la fe de manera solemne. Visita las Basílicas y se hospeda en el hospicio de Santiago, que acoge a españoles que le desaconsejaban vivamente peregrinar a Palestina sin recursos económicos. Iñigo no les hizo caso y, tras recibir el permiso y la bendición del papa Adriano VI, ya en Pascua se dirige a Venecia. A mediados de mayo, tras cuatro semanas de camino “solo y a pie” donde le toman por enfermo, andados seiscientos kilómetros, desembarca en San Marcos, y como durmiera en sus soportales, le encuentra un rico comerciante español que le acoge en su casa.
El día de Corpus Christi, como era costumbre para los peregrinos que iban a Jerusalén, busca pasaje. El patrón de la nave “Peregrina”, Jacobo Alberto, le pide veintiséis ducados que no podía pagar así que logra que le metan en la “Negrona” junto a los gobernadores que van a Chipre. Había caído Rodas y son pocos los valientes que toman esa dirección en su mismo barco: tres españoles, un tirolés y tres suizos. Los peligros y las revueltas eran muchas desde que el Imperio Otomano venciera a los mamelucos de El Cairo en 1517 y los Santos Lugares pasaran a formar parte de su imperio sin mucha resistencia. Solimán el Magnífico se alió con Francia y dejó al turco las manos libres para tomar Rodas, perdiendo la comunicación de Venecia con Palestina ese año. Todos aconsejaban a Iñigo que no viajara en aquellas inciertas circunstancias.
Llegada a Tierra Santa
El 14 de julio por fin zarpan cuando Iñigo sufre unas fiebres muy altas, por las que el médico le auguró su final, pero aun así se embarca dejando la laguna veneciana; se marea y sufre semanas de un calor insoportable. Imaginamos que llegaría a Famagusta en Chipre el 13 de agosto hecho un guiñapo tras varias semanas en mar en calma. Cruzan la isla y en Salinas les espera la nave «Peregrina». Les lleva hasta Jaffa y entran en el puerto el 24 de agosto saludando la vista del histórico lugar entonando con sus compañeros de viaje un Te Deum y la Salve. Teniendo que esperar en el barco durante una semana en el puerto, por fin dos frailes franciscanos llegaron para responsabilizarse de la conducta de los peregrinos, como mandaban las leyes. Desembarcaron el 31 de agosto solo trece peregrinos cuando pocos años antes solían hacerlo más de doscientos en esa travesía anual. Al siguiente día, bien escoltados por un escuadrón de unos cien turcos y beduinos armados, partieron Iñigo y el grupo de viajeros, «montados en asnillos», a recorrer los sesenta kilómetros que les separaban de Jerusalén, donde llegaron por fin el 4 de septiembre.
Pararon en Ramleh, la Arimatea del Evangelio, y llegaron a la Puerta de Jaffa donde los “frailes de la cuerda” se harían cargo de ellos. Uno de los peregrinos, Diego Manes, noble español, propuso a todos entrar en la Ciudad Dorada en silencio y oración dos millas antes de llegar a la Puerta de Jaffa. Así cumple Iñigo su sueño de poder besar exultante la tierra de su Señor. No vio las murallas actuales que rodean la Ciudad Vieja pues faltaban quince años para su construcción.
Años más tarde le contaría a Fabro que hizo el propósito de quedarse allí para toda su vida, tan grande era el amor que sentía.
Primero visitó el Cenáculo, lugar de frailes de españoles, para oír la misa y comer algo. El edificio pertenecía a la Corona española por su compra a los mamelucos del Rey de Nápoles y su esposa Sancha de Mallorca por una cantidad exorbitada de dinero. Se perdería a manos islámicas catorce años más tarde. ¡Qué sería para él participar en la misa en aquel lugar donde se instituyó la eucaristía y el sacerdocio, fueron las apariciones del Resucitado y sucedió Pentecostés y el nacimiento de la Iglesia!
Caminando por las callejas de la Ciudad Vieja se acercaban por fin a la meta de la peregrinación: el Santo Sepulcro.
Siete ducados por persona costaba la entrada al Santo Sepulcro que cobraban los turcos por pasar la noche dentro de la Basílica. La noche del 6 de septiembre hacen la vela en el Santo Sepulcro entre oración, cánticos y devociones en el Calvario y en la Tumba del Señor. También volvió al día siguiente un rato tras el Vía Crucis por la Vía Dolorosa pagando una suma menor.
Escena descrita como testigo presencial y ecuménica pupila por Juan de la Encina: «Hay muchas naciones allí de Christianos, de Griegos, Latinos y de Jacobitas, y de los Armenios y mas Maronitas, y de la Cintura, que son Jorgianos, mas cuanto al gozar del Santo Sepulcro son próximos todos en Christo y hermanos».
Y con el grupo pudo dedicar la jornada posterior al Monte de los Olivos, Betfagé y Betania.
El 8 de septiembre, día de la Natividad de la Virgen, se acercan a Belén, primero al Campo de los Pastores y después a la Basílica de la Natividad. El día 9 oyen la misa en la gruta de la Natividad del Señor.
Ya había visto los lugares clave de la salvación y pretendía quedarse como un seglar para cumplir con su misión: “estar dispuesto a ir a los infieles aun cuando no se pueda hacer otra cosa que anunciarles que Cristo es el Salvador”.
Dedicó otro día a la Piscina de Siloé, Valle del Cedrón y de Josafat, Huerto de los Olivos, Tumba de la Virgen y Santa Ana. Dos días más tarde el grupo salió hacia Jericó y el Jordán pero es poco probable que el Santo guipuzcoano lo hiciera por no poder pagar la excursión.
Dificultades serias
Las autoridades turcas les obligaron a permanecer en la Hospedería del Monte Sión hasta el 23 de septiembre por el posible peligro que corrían por haber entrado en la ciudad unas milicias malvadas desde Damasco. Por lo tanto, no pudo visitar Galilea, es decir, Nazaret o el Lago, ni tampoco la explanada de las Mezquitas.
Los únicos santos lugares que menciona en su Autobiografía fue la penosa subida del Monte de los Olivos (conviene recordar que era cojo) para llegar al lugar de la Ascensión, donde está la huella del pie derecho de Jesús, que tenía indulgencia plenaria. Lo visitó de forma convencional en grupo guiado por un turco.
El Custodio de Tierra Santa, provincial franciscano con poder apostólico, juzgó no conveniente que Iñigo se quedara porque ya tenían la experiencia de otros que eran apresados, o muertos, a manos de los musulmanes y tenían después que rescatarles. Le conminó a abandonar esa tierra por la “extremosidad de su celo” y por su propósito de quedarse a “malvivir allí”.
Como el vasco insistiera, el fraile le quiso enseñar las bulas por las que tenía el poder de excomulgar a los desobedientes. Pero entonces Iñigo cedió ante la autoridad apostólica y sacrificó el propósito de su vida.
Tocaba entonces despedirse si no era voluntad de Dios quedarse en su amada tierra. Por obediencia se dispuso a marcharse de Jerusalén, no sin antes volver a subir solo el Monte de los Olivos; con mucho riesgo se escabulló del grupo y fue sin un guía turco. Como los guardas no le dejaran entrar, les entregó un cuchillo que llevaba en su escribanía y así pudo hacer su “oración con harta consolación”. Y, al llegar a Betfagé, se volvió de nuevo al lugar de la Ascensión para mirar atentamente la dirección a la que miraba la huella de su Señor. Esta vez sobornó a los guardas de la mezquita con unas tijeras que le quedaban. Cuando los frailes se enteraron, salieron rápidamente a buscarlo. Un cristiano sirio, criado de la hospedería, le pilló por banda, le agarró fuerte y lo zarandeó hasta el convento: “aunque no tuviera las Escrituras que nos enseñan estas cosas de la fe, estaría dispuesto a morir por ellas solo por lo que había visto”.
Obedeció al legítimo superior como signo de la voluntad de Dios y el 23 de septiembre regresó a Jaffa convencido de que volvería para quedarse. Finalmente el 2 de octubre embarcan hacia Chipre. Allí el primer barco grande que zarpa hacia Venecia, donde no le dejaron montarse, naufraga y se hunde en una tormenta cerca de la costa.
Después de Tierra Santa
A los tres meses de hambre y sed ya estaba de vuelta. “Transcurridos veintiún días de estancia en Jerusalén, sufriendo a manos turcas vejaciones y exacciones sin cuento, lñigo emprende el regreso por el camino de Ramleh seguido a la ida, y en idénticas condiciones, para en pasaje providencialmente gratuito embarcar en el puerto de Jaffa. Superada una accidentada travesía de dos meses de duración, con escala en Chipre, desembarca en un puerto napolitano del Adriático”. Y de allí en su pequeño barco no llegará a Venecia hasta el 12 de enero a Venecia; después, dos veces detenido, llega a Génova, en plena guerra, y finalmente, se instala en Barcelona.
En la ciudad condal se convence de que debía estudiar para hacerse sacerdote y así volver a Jerusalén sin temor de que le echaran. Cuestión que le llevaría once años. Se matriculó con treinta y cuatro años para estudiar gramática latina y filosofía durante dos años tranquilos con muchachos “un avejentado cojitranco y calvo estudiante, tancerada tez y pórte macilento y minado por terribles penitencias, malvestido a lo pobretón, descalzo y mendicante en invierno y verano”. Se le unen sus tres primeros compañeros, Calixto, Cáceres y Arteaga, y un cuarto, Juan de Reinaldo, lo hará más tarde en Alcalá, donde les prohiben hablar de la fe y cuestiones espirituales.
Tras estudiar después en Salamanca, sufrir cárcel, acusaciones de “alumbrado” y vicisitudes sin cuento, hacen planes para ir a París. Pero Calixto se va a hacer fortuna a las Indias, Cáceres quiere llevar una vida disoluta, Arteaga emprende la carrera eclesiástica y acabará obispo en las Indias y Juan termina como cartujo. Se queda sin compañeros.
Será alumno aplicado de la Sorbona de 1528 a 1535, años cruciales, donde conoce a sus primeros compañeros en las clases de Juan Peña: el navarro Francisco Javier y el saboyano Pedro Fabro. Ya con una sólida formación intelectual, pedagógica y eclesiástica, obtuvo la licencia para enseñar y el título que le permitía regir una cátedra de filosofía en París o en cualquier parte del mundo.
Voto de vivir en Jerusalén
El 15 de agosto de 1534, fiesta de la Asunción, en el acto celebrado en París con seis jóvenes condiscípulos suyos, Francisco Javier, Alfonso Salmerón, Diego Laínez, el francés Pedro Fabro, que ya era sacerdote, Nicolás de Bobadilla y el portugués Simón Rodrigues, entre ellos, reunidos en la cripta de un santuario mariano en lo alto de Montmartre, hicieron voto de pobreza, castidad y un tercer voto condicionado a un año de “desplazarse a Jerusalén, sin retomo, para allí vivir la vida y pasión, venido el caso, de nuestro Señor Jesucristo”. Se comprometen a atender a los más necesitados y a predicar el Evangelio.
Pero, cuando por fin llegaron a Venecia, con tres universitarios más, no había barco ni posibilidades. Todos menos Iñigo, por sus condiciones de salud, fueron a Roma volviendo con la bendición papal y una sustancial ayuda económica para sufragarse el viaje a Jerusalén. Fueron ordenados sacerdotes en Venecia para Tierra Santa. Ya son once. Pero el avance turco hacía imposible para un cristiano cruzar el Mediterráneo. Así que tuvieron que cambiar su voto condicionado a un año por la segunda opción de ofrecer su total disponibilidad al Papa para la misión. Pablo III acepta y les da encargos. Ignacio funda la Compañía. Estamos en noviembre de 1537. Su deseo de convertir no cristianos en la tierra de Jesús y de vivir donde Él vivió se convierte en la tarea de servir a la Compañía en Roma hasta su muerte. «Yo os seré propicio en Roma», le había dicho el Crucificado de Jerusalén. El papa Pablo III aprueba la nueva orden religiosa el 27 de septiembre de 1540. Para Ignacio de ahora en adelante Roma es su Jerusalén.